Aprendiendo de otros: La Revolución Meiji

El 5 de Septiembre de 1905 se firmaba el tratado de Portsmouth, acabando con la guerra ruso-japonesa que había empezado el 8 de febrero de 1904 con el ataque del Imperio del Sol Naciente a Port Arthur (sin previa declaración de guerra) y que, tras la indiscutible victoria nipona sobre el Imperio Ruso del zar Nicolás II, concluía con la anexión de la península de Corea a la emergente potencia asiática, entre otros territorios. La noticia, aunque esperada por el devenir de la contienda, causó estupor en las cancillerías de las potencias europeas occidentales, inmersas en el desarrollo de sus imperios coloniales a lo largo de África y Asia y que no acababan de entender cómo una nación no-europea era capaz de vencer a Rusia, una de las potencias de referencia a lo largo del siglo XIX.

Sin duda alguna, el origen de este aldabonazo geopolítico estaba en la revolución, restauración o era Meiji, impulsada por el ascenso al trono del emperador Mutsuhito en febrero de 1867, que supuso la metamorfosis radical y a marchas forzadas del Japón, pasando de las estructuras feudales del Shogunato Tokugawa, que había durado 256 años, a un estado moderno e industrializado que mantenía la esencia de su cultura ancestral.

Retrato del Emperador Mutsuhito

Esta revolución de arriba a abajo (que diría don Antonio Maura) se construyó a partir del análisis sistematizado del funcionamiento de los países occidentales, que se concretó en el intercambio y la presencia de delegaciones de técnicos y funcionarios de alto nivel japoneses en el Segundo Imperio Alemán, Francia, Holanda, Reino Unido, Estados Unidos… El objetivo de esta búsqueda de conocimiento consistía en la definición de “buenas prácticas” para que su patria se subiera al tren de la historia. De hecho, partiendo de los estudios llevados a cabo, se articuló la reforma del ejército (academia de Nagasaki similar a la holandesa) y la marina (inspirada en la Royal Navy), la reforma administrativa con la adopción de las prefecturas o jefaturas análogas a los departamentos de los estado-nación europeos, la reforma económica (industrialización acelerada del modelo productivo), la reforma educativa, la reforma social (desarrollo de la burguesía) e, incluso, una reforma religiosa de carácter sincrético. Toda una revolución que las distintas fuentes historiográficas cifran en 40 años.

Una de las herramientas más frecuentes en el análisis estratégico competitivo es el benchmarking o “estudio de experiencias comparables” para la detección de aspectos, prácticas, conocimientos, estructuras, etc… presentes en otras organizaciones y cuya incorporación a la propia podría reforzar o generar una ventaja competitiva.

Esta técnica se aplica con diferentes alcances: benchmarking competitivo (análisis de la competencia directa), funcional (estudio de organizaciones exitosas aunque no sean competidoras) o interno (comparación entre nuestros departamentos o unidades de negocio) en función del objetivo de la búsqueda para mejorar nuestro desempeño. De hecho, estos análisis resultan útiles tanto en el sector privado como para mejorar la gestión pública o la gestión de entidades del Tercer Sector.

Benchmark, imagen de rawpixel.com en Freepik

A nivel práctico, lo habitual es fijarse en aquellos competidores líderes en nuestro sector de actividad pero, en ocasiones, “el gran salto” se consigue a partir de la identificación de prácticas relevantes en sectores ajenos, que puedan incorporarse a nuestra operativa como pioneros en nuestro ámbito de actuación.

Por otra parte, la implantación de esas mejores prácticas debe partir de un conocimiento profundo de la propia organización. No todo vale en todos los sitios: hay que hacer una evaluación crítica, no se trata de copiar. De hecho, más que un imperativo ético, es un imperativo práctico puesto que no hay dos organizaciones que sean iguales: los trabajadores, la forma de trabajar, la cultura, los directivos, etc… son diferentes, por lo que una práctica de éxito en una empresa no tiene por qué serlo en otra.

De todas maneras, lo importante de cualquier estudio de experiencias comparables (como la totalidad de las herramientas de análisis estratégico competitivo) es que resulte útil para tomar decisiones que se trasladen a la realidad. El mundo está lleno de organizaciones con planes estratégicos estupendos, con mucha excel y mucho power point, pero absolutamente inútiles porque no se han implantado. Lo que no se lleva a la práctica (de la potencia al acto, que diría Aristóteles) no existe y además es contraproducente, por el descreimiento generado en la organización.

Es más, la implantación de buenas prácticas detectadas no es fácil y suele conllevar (si el cambio es muy significativo) un gran esfuerzo organizativo en recursos y, sobre todo, en tiempo y disgustos. Pese a ello, es un camino que es necesario transitar para evitar que la brecha que nos separa de los objetivos aumente.

Sísifo, Tiziano (1549), Museo del Prado

Por ejemplo, que nadie piense que los cambios impulsados en la Revolución Meiji fueron pacíficos o fáciles de implantar en Japón. Durante el periodo hubo magnicidios, revueltas, tensiones sociales, desaparecieron clases sociales y surgieron otras nuevas… Siempre que implantemos un cambio relevante debemos anticipar, en la medida de lo posible, las resistencias para gestionarlas adecuadamente y, en este sentido, no debemos olvidar que la intensidad de esa resistencia al cambio será mayor, cuánto mayor sea:

  • el cambio a llevar a cabo,
  • el tamaño de la organización a evolucionar,
  • el peso de la Historia (cultura) de la organización y
  • los reajustes de poder internos que suponga el nuevo esquema de funcionamiento.

En definitiva, no olvidemos que la identificación de «buenas prácticas» puede ser una gran ayuda en términos de ventaja competitiva, pero una mala interpretación o implantación de las mismas es uno de las rutas más habituales al caos.

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Bernini y Borromini: El progreso a partir de la competencia (y la colaboración)

Lo confieso: la ciudad de Roma es una de mis debilidades. Mi particular síndrome de Stendhal. La cantidad y calidad de historia y arte de la Ciudad Eterna es inigualable. La caótica superposición de los vestigios del Imperio Romano, del Renacimiento de los Papas y el Barroco de la Contrarreforma convierte a Roma en un espectáculo asombroso, deslumbrante y apabullante. Son muchos los genios (Miguel Ángel, Rafael Sanzio, Bramante…) que han dejado su huella imborrable en sus calles, uno de ellos, Gian Lorenzo Bernini (1598-1680), dominó la escultura, la pintura y la arquitectura en el Barroco y marcó decisivamente el desarrollo de la ciudad.

David – Bernini (1624) – Galería Borghese (Roma)

 La expresión de su David (1624), la rotundidad de La Cátedra de San Pedro (1666) o la colosal Plaza de San Pedro (1667) son, entre tantos, ejemplos de su talento extraordinario, su creatividad, su disciplina en el trabajo y la necesidad de superación en cada uno de sus proyectos. Sin embargo, el barroco romano es mucho más que Bernini: Carlo Maderno, Berrettini … y, sobre todo, el gran (y complejo) Francesco Borromini, el arquitecto de la reconstrucción de la archibasílica de San Juan de Letrán (1650) o la Iglesia de Santa Inés en Agonía (1652) que compitió duramente con Bernini para hacerse con los encargos más relevantes del momento. Sin duda alguna, la lucha entre ambos titanes enriqueció la ciudad y también la dividió entre los partidarios de uno y otro, creando auténticos tifosi.

Iglesia de Santa Inés en Agonía, Borromini (1652), Piazza Navona, Roma

Una de las cuestiones que se abordan en el estudio de la estrategia competitiva de una organización es el desarrollo del sector al que pertenece. En este sentido, me referiré a sector como un conjunto de organizaciones que desarrollan productos o servicios similares para satisfacer una necesidad específica de un conjunto concreto de clientes potenciales (mercado).

El diamante de Michael Porter identifica los aspectos críticos que condicionan el desarrollo de un sector en una zona geográfica específica. Uno de ellos es el grado de competencia existente: es decir, al margen de determinadas excepciones (por ejemplo, monopolio natural o sectores “estratégicos”), cuánto mayor es la competencia entre las empresas existentes, mayor es el avance de los productos y servicios ofertados, ya que la propia presión de los competidores nos obliga a ser más eficientes para poder liderar o, como mínimo, sobrevivir en esas circunstancias. Por ello, fácilmente podemos identificar la competencia como un factor clave para el progreso de un sector. De hecho, no se puede entender el rápido y espectacular desarrollo de la industria y la tecnología en los últimos 50 años sin esa fuerza motriz. Samsung no se puede entender sin Apple, Alibaba sin Amazon, Volkswagen sin PSA, HP sin IBM, etc…

Lógicamente, las dinámicas competitivas conllevan perdedores: el desgaste interno de las empresas sometidas a una presión constate, las compañías que no son capaces de alcanzar unos mínimos para poder sobrevivir…. De ahí la tentación ancestral de buscar el monopolio (robber barons del s.XIX en USA), generar estructuras oligopólicas o prácticas de “cartel” que conformen un entorno más cómodo para las empresas, privando a los consumidores de los efectos positivos de la competencia.

Es decir, Bernini no hubiera sido Bernini sin Borromini y viceversa. El resultado fue una explosión de talento y creatividad que culminó en la mayor concentración por metro cuadrado de maravillas escultóricas y arquitectónicas del siglo XVII en todo el mundo, en Roma. Los grandes beneficiados fueron (somos) “los clientes” de la experiencia artística, pero esa competencia desbordante, condenó al ostracismo a Bernini durante una época y a la caída del siempre atormentado Borromini, que acabó suicidándose al modo “romano”.

Sin embargo, el progreso de un sector no sólo se consigue a través de competencia, el actual desarrollo tecnológico facilita el desarrollo de dinámicas colaborativas a partir de economías de plataforma y ecosistemas, que se han demostrado como una vía útil para desarrollar sectores específicos redundando en mejores productos y servicios para el mercado potencial. De hecho, los clientes son cada vez más exigentes y en muchas ocasiones las empresas llegan a dinámicas colaborativas al buscar capacidades necesarias y complementarías a las propias para satisfacer esa demanda creciente en exigencia. Es más, en los últimos tiempos se ha popularizado el término de co-opetición para referirse a la dualidad competencia/ colaboración.

Coopetition in economic theory. Source: Stein (2011)

El diabólico entorno actual exige que las empresas se adapten, con el brutal cambio cultural correspondiente, a trabajar por proyecto, por mercado… buscando en ocasiones alianzas estratégicas para lo que deben apostar por estrategias en red que localicen otras organizaciones o profesionales externos específicos que mejoren su propuesta de valor.

En cualquier caso, tampoco esto es una novedad. La Teoría de Juegos desarrolló todo un conjunto de herramientas para decidir, en este sentido, la dinámica estratégica (competitiva, colaborativa o mixta) más adecuada para, por ejemplo, maximizar el beneficio de los participantes en su conjunto o por separado. Además, su validez va más allá de la modelización del comportamiento empresarial y se puede aplicar a diferentes ámbitos (campañas políticas, diplomacia internacional, etc…) ya que, en realidad, lo que modeliza es la toma de decisiones de los “jugadores” implicados en cada caso.

Por cierto, Bernini y Borromini no siempre compitieron entre sí: entre 1625 y 1633 trabajaron juntos en el maravilloso Palazzo Barberini, la obra en la que participaron Bernini, Borromini y el maestro Carlo Maderno.

En definitiva, la experiencia nos muestra que el progreso de un sector de actividad (y de muchas otras cosas) se cimenta en la combinación de dinámicas colaborativas y competitivas y, por ello, las organizaciones deben ser flexibles para adaptarse rápidamente a uno u otro esquema y así mejorar su capacidad de ejecución.

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El Terror como modo de gestión

El Terror es el periodo de la Revolución Francesa que se extiende entre abril de 1793 y julio de 1794, en el que el poder se concentró en el Comité de Salvación Pública, encabezado por Maximilien de Robespierre “El Incorruptible. Su función era la defensa de los postulados revolucionarios, que se consideraban en peligro por el ataque de las potencias extranjeras (si bien la guerra la declaró la República Francesa) y ciertas resistencias internas. Durante ese tiempo, se procedió a la ejecución sin garantías procesales de cuántos adversarios osaran oponerse a los exaltados designios del Comité de Salvación Pública. No sólo cayeron monárquicos o clérigos por el mero hecho de serlo si no que compañeros revolucionarios, incluso jacobinos, del propio Robespierre, como Camille Desmoulins o Georges-Jacques Danton fueron ejecutados por no plegarse a los designios del autócrata: la impunidad y el matonismo se instalaron en las calles de París, Lyon, Nantes… los ajusticiados arbitrariamente aumentaban día a día, mes a mes. Los estudios del historiador Reynald Secher plantean unos 250.000 muertos en apenas un año.

Robespierre c 1790, (anónimo, París – Francia-)

En el fondo, “el Incorruptible” se apropió de los avances de la Asamblea Constituyente de 1789, para construir su proyecto personal, en muchos aspectos alejado del lema “Liberté, Egalité, Fraternité”. No hay fraternidad alguna en el genocidio de la Vendée perpetrado por el sádico Jean-Baptiste Carrier, representante del Comité de Salvación Pública para la ciudad de Nantes, en la que fueron asesinados de formas sistemática familias completas (incluidos bebés) porque alguno de sus miembros fuera contrario a la Revolución.

Paradójicamente, Robespierre trató de pasar de un sistema autoritario (monarquía absoluta) a otro totalitario, en apariencia utópica, que incluía su propia religión (“Culto de la Razón y Culto del Ser Supremo”) y sus propios mártires (Jean-Paul Marat). Curiosamente, el final de todo el periodo será otro sistema absolutista: el napoleónico con Bonaparte exclamando “Yo soy la Revolución» y «la Revolución ha terminado».

Siempre han existido organizaciones donde ha imperado una gestión basada en un “Terror” similar al que inspiraba el Comité de Salvación Pública. Sin embargo, en los últimos tiempos, son muchas las conversaciones que he tenido con amigos y conocidos, excelentes profesionales, de distintas organizaciones y sectores, donde he percibido ese “Terror” impuesto por un jefe tóxico.

En muchas ocasiones, cuesta identificar a los dirigentes tóxicos porque tienen una cierta capacidad de “seducción” y comunicación, mucha “flexibilidad” en el mensaje para captar las afinidades que en cada momento le son necesarias e identifican fácilmente las debilidades ajenas (vanidad, avaricia, soberbia…), para atraer voluntades y construir un sistema de lealtades personales alrededor del cual ejecutar su voluntad. Se trata de estructuras de poder en las que la estrategia es, básicamente, el cumplimiento de la hoja de ruta personal del líder, en lugar de la consecución de los objetivos estratégicos de la organización. Es la inversión de prioridades: La organización al servicio del jefe y no al revés.

¿Cómo podemos descubrirlos? “Por sus hechos les conoceréis”: Mensajes contradictorios, decisiones no alineadas con la comunicación previa, la exposición de ideas alejadas de la voluntad del jefe no son contrastadas de forma racional si no que se descalifican como falta de lealtad, agravios comparativos en la evaluación del desempeño (diferentes “varas de medir”), generación de enfrentamientos internos (“divide et impera”), opacidad en la gestión y en la información (la información es poder), falta de asunción de responsabilidades y autocrítica: siempre existe un culpable (externo o interno) al que imputar el fracaso.

A veces, se identifica la falta de lógica en este comportamiento con incapacidad. Sin embargo, las decisiones siguen una lógica fría y perfectamente definida: la de satisfacer, a cualquier precio, los objetivos del dirigente que son generalmente dos: mantenerse en el puesto y/o preparar su paso al siguiente.

Las decisiones asociadas al “Terror”, arbitrarias y no alineadas con el interés a largo plazo de la organización (un tipo de problema de agencia), no deben confundirse con las decisiones asociadas a la restructuración de una organización, dónde algunos de los integrantes de la misma van a verse perjudicados (incluso con la pérdida del empleo), pero que pueden ser desgraciadamente necesarias para garantizar la supervivencia de la empresa durante una crisis. La clave radica en que detrás de estos ajustes, dolorosos sin duda, exista una lógica orientada a la sostenibilidad de la organización a largo plazo.

La supervivencia profesional en una organización gobernada por “el Terror” es compleja. Que nadie piense que convertirse en el brazo ejecutor del Robespierre de turno o tener una relación previa con él le va a garantizar su supervivencia (a Georges-Jacques Danton no le funcionó): son meros instrumentos con los que no habrá compasión alguna, llegado el momento. Que nadie piense que quién ostenta ese poder despótico va a cambiar su forma de actuar: “Abandonad cualquier esperanza”, como aparece en el dintel de la puerta del infierno descrito por Dante en la Divina Comedia. La única opción cabal es tratar de mantener un perfil bajo (alejado del ojo de Sauron) y ser fiel a los principios de cada uno, teniendo muy claras las líneas rojas que no estamos dispuesto a cruzar. En cualquier caso, esto es muy fácil decirlo, pero si la búsqueda de una alternativa laboral es complicada y hay una familia y una hipoteca que pagar, esas líneas rojas tienden a diluirse fruto de la necesidad. Esta clase de jefes huelen la debilidad y se aprovechan de ella.

Ojo de Sauron. Película «El señor de los Anillos», basada en el libro de J.R.R Tolkien

Sin embargo, recordemos que el propio Terror devora al psicópata despiadado que lo ha creado y cuando esto sucede, no suele (debe) haber compasión con el caído. Robespierre fue guillotinado el 27 de Julio de 1794 y su memoria, su obra y sus símbolos (Diosa Razón, “santificación de Marat”, etc…)  sufrieron una suerte de progresiva damnatio memoriaecancelación «que se diría hoy) incluso por parte de aquellos que le servían y adulaban apenas un mes antes.

A veces, “quién resiste, gana”.

PD: Disculpad el abandono del blog, pero estoy tratando de acabar la Tesis y el poco tiempo que tengo para escribir, lo dedico fundamentalmente a ello.

PD 2: Este post está muy relacionado con el ya clásico “Los directivos tenebrosos” de elnietodenicomaco, si bien no son perfiles exactamente iguales.

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El «motín de la trucha» y la Gestión de Talento

A medio camino entre la Historia y la leyenda, en el invierno de 1158 tuvo lugar en Zamora el llamado “motín de la trucha”. Parece ser que Pedro, hijo de Benito “el pellicero”, junto con los plebeyos de la ciudad estaban esperando que el tañido de la campana de la catedral les diera el paso al mercado, después de que los criados de los nobles escogieran las mejores viandas, privilegio otorgado desde antiguo a la aristocracia local. La cuestión es que en el turno “plebeyo”, un criado del hidalgo D. Gómez Álvarez de Vizcaya quiso hacerse con una magnífica trucha sanabresa que había comprado Pedro para enojo de éste y sus compadres.

La cosa venía ya caliente de atrás, con choques entre la nobleza y la incipiente burguesía zamorana y, además, Pedro “se hablaba” con la hija del señor del criado en cuestión, por lo que la cosa pasó a mayores: el criado fue apuñalado, la justicia arrestó a Pedro y varios compañeros y la nobleza se reunió en la Iglesia de Santa María para fijar la pena de los homicidas. Los plebeyos, a su vez, se congregaron alrededor de la Iglesia y, por su parte, “juzgaron y sentenciaron” a los allí reunidos, prendiendo fuego al templo.

Después del arrebato, temiendo las represalias del rey Fernando II de León y la aristocracia del reino y hartos de los excesivos privilegios de la nobleza, el pueblo de Zamora decidió irse de la ciudad y emigrar a Portugal, donde esperaban que se reconociera un mejor status.

Rey Fernando II de León; Lozano Sirgo, Isidoro Santos

Independientemente de los aspectos más legendarios, “el motín de la trucha” se asocia a las revueltas urbanas que tuvieron lugar en el S.XII en Castilla, León y Galicia. La pujante burguesía, artesanos y comerciantes que se congregaban en los núcleos de poder, enriquecían al Reino y se convirtieron en el aliado natural del Rey frente a aquellos nobles terratenientes poderosos. Es más, la revolución agraria introducida por el Císter y el desarrollo urbano y comercial impulsado por los gremios eran factores clave en el progreso de los reinos medievales, en este caso, el Reino de León.

Por ello, Fernando II, al ser consciente del talento de los zamoranos de entonces y la pérdida que podría suponer que repoblaran Portugal, consiguió evitar ese éxodo masivo, imponiendo una penitencia que aún se conserva: la reconstrucción de la iglesia de Santa María, apodada desde entonces “La Nueva”.

Iglesia de Santa María «La Nueva» (Zamora)

La Gestión del Talento es uno de los temas más de moda y recurrentes en la gestión empresarial actual. Docenas de libros, artículos, programas, podcast, etc… abordan desde diferentes perspectivas el cómo mejorar la gestión de los equipos de profesionales para que su rendimiento sea el mejor. Se trata, sin duda alguna, de uno de los elementos clave del desempeño del directivo.

De hecho, en los últimos tiempos hay ciertos “mantras” sobre el tema (empoderamiento, retención y desarrollo, etc…) con enfoques que, en mi opinión, son ingenuamente irreales. En este sentido, no me resisto a recoger algunos aspectos de “perogrullo”, fruto de mi experiencia como directivo llegando a gestionar un equipo de más de 1000 personas:

  • No se puede empoderar a todo el mundo. Si alguien duda al respecto, le recomiendo encarecidamente la Teoría de Liderazgo Situacional de Hersey-Blanchard.
  • Para retener el talento (esencial), es preciso conocer qué talento hay en la organización y no todos los trabajadores aportan un diferencial relevante. Esto no es fácil, porque el epígrafe “talento” recoge varias perspectivas: potencial, conocimiento, experiencia, “soft skills”, capacidad de liderazgo (auctoritas), etc… y muchas de ellas vienen condicionadas por la propia cultura de la organización.
  • Además de retener talento, hay que prescindir del no-talento: no se trata tanto de un problema de aptitud (siempre se puede aprender), si no de actitud tóxica. Lo siento, pero hay mucho talento ahí fuera (también difícil de encontrar, por otro lado).
  • Hay sectores en los que el talento tiene mucho peso y otros ámbitos de la actividad dónde no tiene tanto peso. El talento siempre aporta, pero donde resulta decisivo es en sectores del alto valor añadido, en aquellas empresas que busquen la diferenciación o la excelencia operativa, no en aquellas organizaciones conformistas satisfechas con sobrevivir holgadamente.
  • Aquí, como en todo, es esencial la función de los mandos intermedios: la gestión del talento depende del jefe de equipo más que de RRHH o el departamento de Gestión de Talento, que pueden fijar unas políticas o un entorno adecuado, pero que siempre dependerán del superior de cada uno.
  • A ceteris paribus, en marcos laborales rígidos, la movilidad del talento es menor que en marcos laborales más flexibles. Es decir, un marco laboral rígido ayuda paradójicamente a retener talento (y dificulta captarlo de fuera).

Modestamente, creo que lo más eficiente para una correcta gestión de equipos (y su talento) es la trasparencia y meritocracia, lo cual precisa una cierta “cercanía lejana” (todo un arte) para ayudar a desarrollar y explotar las capacidades existentes de nuestra gente, sin caer en una proximidad excesiva que condicione la objetividad en la toma de decisiones.

Evitemos que nos pase como a Fernando II, que estuvo a punto de perder «talento» que, lógicamente, acabaría en la competencia (Portugal), por lo que el efecto hubiera sido doblemente negativo: se reducía la capacidad de León y aumentaba la del enemigo.

Finalmente, permitidme una recomendación: si queréis leer autores “pegados al terreno” en lo que a Gestión del Talento se refiere, tampoco hace falta mirar a Estados Unidos, aquí en España tenemos grandes especialistas como Javier Fernández Aguado o José Aguilar,  dos excelentes referentes de la cuestión.

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«París bien vale una misa.» ¿Seguro?

Una de las terribles guerras de religión de los siglos XVI-XVII tuvo lugar en Francia entre 1562 y 1598. La llamada guerra de los 3 Enriques (la octava guerra de religión) fue mucho más que una guerra dinástica: uno de los pretendientes era Enrique de Borbón, hugonote que, por tanto, tenía el respaldo de los integrantes de este movimiento reformado calvinista, minoritario en Francia. De hecho, los conflictos entre católicos y hugonotes venían de muy atrás (Matanza de San Bartolomé) por lo que la brecha entre ambos bandos era abismal.

Enrique IV por Frans Pourbus el Joven

Por otra parte, sus rivales eran Enrique III de Valois (el último de la dinastía) y Enrique de Guisa, católicos que, al fallecer (ambos fueron asesinados) antes que su contrincante protestante, le dejaron el camino aparentemente expedito hacia el trono.

Sin embargo, la cuestión religiosa era fundamental para las personas de la Edad Moderna y condicionaba decisivamente tanto la administración del estado, como la relación entre los vasallos y sus gobernantes o la diplomacia, alianzas y conflictos entre los distintos monarcas europeos. Esa cosmovisión implicaba una identificación confesional entre el señor y sus súbditos, por lo que el “hereje” Enrique tenía muy complicado disfrutar de un reinado pacífico con una mayoría de franceses católicos y la constitución de la Liga Santa (conformada por el Papa, Carlos Manuel I de Saboya, Carlos III de Lorena y Felipe II de España) que contaba con los temibles Tercios Españoles.

En este contexto, cuenta la leyenda que, ante la certeza de que el pueblo de París no admitiría un rey hugonote, el futuro Enrique IV pronunció su famosa frase: “París bien vale una Misa”, que sintetizó la traición a sus creencias, convirtiéndose al catolicismo para obtener la corona de Francia.

Este aforismo ha quedado para la historia como el recurso retórico al que acudir, en aras del pragmatismo, cuando ante una situación compleja se opta por una decisión no acorde con nuestros principios pero que puede generar un elevado beneficio.

La elección entre mantenerse fiel a una forma de ser, un código de conducta, y sacrificarlo (la tentación) ante un rendimiento atractivo a corto plazo es un dilema eterno e inherente al que se enfrenta cada persona, en soledad. Esta situación en ocasiones se tiende a simplificar entre pragmatismo e idealismo, pero esta formulación es errónea y, en cierta manera, “sofista” (“la razón es astuta” que diría Hegel) para relativizar y someter nuestros principios (que son los que califican nuestra humanidad) a nuestra función como “Homo Economicus” (productor y consumidor) en el sistema.

En este sentido, no pretendo hacer un análisis en este post sobre las consideraciones éticas o morales (quizás la perspectiva más importante) a las que nos enfrentamos cuando afrontamos esta clase de decisiones, si no que me gustaría hacer unas reflexiones sobre la parte más “práctica” del asunto.

Howard Gardner, psicólogo, investigador, profesor de Harvard y padre del concepto de inteligencias múltiples, sostiene que “un buen profesional tiene que ser una buena persona” como ha defendido en varias entrevistas. Realmente, cuando se leen sus estudios, más que “buena persona” en términos morales, habla de profesionales que generen confianza y credibilidad.  

Howard Gardner

En el fondo, el planteamiento es más sencillo de lo que parece: los modelos organizativos actuales se caracterizan por un elevado grado de interconexión, por la necesidad de satisfacer a clientes digitales cada vez más exigentes y cadenas de valor muy complejas por la intervención de múltiples agentes en diferentes geografías y con culturas dispares. Por ello, un elemento imprescindible para que las organizaciones alcancen sus objetivos (cada vez más retadores) es la conformación de equipos cohesionados y de alto rendimiento, que exige un líder que genere confianza y credibilidad entre sus colaboradores.

En mi humilde opinión, la única manera sostenible de conseguir esa confianza, difícil de obtener y fácil de perder, es dar ejemplo de equidad (“misma vara de medir”) y fiabilidad (“tener palabra”) en la toma de decisiones. Sin embargo, es obvio que se dan circunstancias en las que faltar a ese ejemplo puede generar beneficios, en ocasiones muy sustanciales. La cuestión fundamental es que esta clase de comportamiento imposibilita ese clima de credibilidad imprescindible para tener un equipo “entregado” y, en consecuencia, es negativo (burn-out, desconfianza, desenganche del proyecto) a largo plazo, indica Gardner.

Probablemente muchos pensarán que la mayoría de las empresas, y un gran número de organizaciones de éxito, funcionan con estos ejercicios de “pragmatismo” (mal entendido) por encima de cualquier principio, escondiendo ese relativismo bajo expresiones como “empresa líquida” u “organización fluida. De hecho, se podría considerar que es un mantra del management de hoy en día y que no se puede evitar esta forma de hacer las cosas. Frente a todo ello, me atrevería a afirmar que, algunas veces, para construir una ventaja competitiva sostenible debemos ir contracorriente de lo que marcan las modas e incluso, algunos líderes del sector.

Sin duda alguna, mudar de principios puede ser rentable a corto plazo pero puede ser también la condena futura de la organización. Por cierto, Enrique IV murió asesinado por un fanático religioso después de su “pragmática” conversión.

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Entrevista sobre «El Nieto de Nicómaco» en Sin Fronteras

Hace unas semanas, el gran Pedro Riba me entrevistó en su nuevo programa televisivo “Sin Fronteras” para compartir ideas sobre Humanismo y empresa a través de los contenidos de “El Nieto de Nicómaco”.

Una vez muchas gracias a Pedro y su equipo por su profesionalidad e interés en este rincón de la blogosfera. Adjunto os paso el enlace de youtube para que podáis ver la conversación que mantuvimos.

https://www.youtube.com/watch?v=Twi2w_822h8

Espero que la disfrutéis tanto como yo.

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Clausewitz y la Implantación de la Estrategia

Karl Von Clausewitz (1780-1831) fue el autor del conocido tratado filosófico-militar “De la Guerra”, publicado póstumamente por su mujer en 1832. La apasionante biografía de este oficial prusiano es un fiel reflejo de la crisis de este estado alemán durante el periodo napoleónico: destruido el mítico ejército prusiano en Jena (1806) por las tropas francesas, el rey Federico Guillermo III (descendiente de Federico “El Grande”) vio como su reino se convertía en un estado satélite del Imperio francés.

Karl von Clausewitz. Cuadro de Karl Wilhelm Wach

Así, cuando Bonaparte invadió Rusia (1812), Prusia apoyó a Francia en el conflicto por lo que Clausewitz y varios compañeros se dieron de baja en el ejército de su país y pasaron clandestinamente a Rusia, formando la Legión Alemana para combatir junto a las tropas del Zar. Tras la retirada de Napoleón de Rusia, la Legión Alemana se reintegró al ejército prusiano, y Clausewitz participó en las grandes batallas que marcaron la derrota definitiva de Bonaparte: Leipzig (1813) y Waterloo (1815).

Con la paz, fue nombrado director de la Academia Militar Prusiana en Berlín (1818), dedicándose a elaborar teoría militar a partir de su experiencia y el estudio de la estrategia y tácticas empleadas por sus enemigos.

Aunque la frase más famosa incluida en “De la Guerra” es “La guerra es la continuación de la política por otros medios”, la extensa obra (8 volúmenes) introduce más conceptos y principios que todavía en la actualidad se imparten en las academias militares. En este sentido, Clausewitz identificó dos aspectos principales que dificultan la materialización de los planes en la realidad:

1) La Niebla de Guerra hace referencia a la dificultad de conocer qué está pasando realmente en pleno combate (dificultad de monitorizar la acción).

2) En un mundo ideal lo planificado se llevaría a la práctica directamente sin retraso o error alguno. La Fricción de Guerra, por su parte, recoge todo aquello que precisamente nos aleja de ese modelo ideal (información defectuosa, factor humano en la comprensión o ejecución, etc..).

Ambos conceptos pueden resultar útiles cuando, al hablar de Estrategia, se trata de identificar modelos de comportamiento empresariales que permitan alcanzar los objetivos en un contexto competitivo a partir de dinámicas de choque (“combate”) y colaboración (“alianzas”).

Los diferentes modelos de dirección (o gestión) estratégica constan de tres fases:

1) “Análisis Estratégico”: busca el diagnóstico más realista de la situación, que requiere del estudio del entorno y las capacidades y recursos internos disponibles o potenciales, haciendo especial énfasis en la cultura de cada organización.

2) “Formulación y Selección de la Estrategia”: a partir del diagnóstico previo, se plantean distintas alternativas entre las que se optará por aquélla que, siendo factible en términos de recursos, riesgo, plazos, etc… , se entiende la más adecuada para superar los retos existentes.

3) “Implantación de la Estrategia”: Una vez definida la Estrategia, es preciso llevarla a la práctica (“al campo de batalla”), para que su realización permita alcanzar los objetivos establecidos.

Fases de Gestión Estratégica

Aunque las tres etapas resultan fundamentales, la más importante y a la que sirven las restantes es la implantación. El mundo está lleno de organizaciones en el sector privado y en el público con planes estratégicos muy bien escritos y editados, con un montón de power point, excel, videos explicativos, etc… pero absolutamente inútiles porque no se han implantado.

En este sentido, para aumentar las probabilidades de éxito en la implantación de la estrategia, junto con un análisis y formulación estratégicos correctos, es necesario detallar planes operativos a corto plazo (“táctica”) que “aterricen” en acciones concretas las tareas para alcanzar metas específicas orientadas a la consecución de los objetivos estratégicos. También es imprescindible establecer mecanismos de seguimiento en la ejecución, de decisión para adoptar medidas correctoras de las desviaciones detectadas y de ayuda a los responsables directos de convertir en realidad lo planificado, los auténticos “artistas” que mueven en realidad la organización: los mandos intermedios (Directivos intermedios: el secreto del éxito).

Alférez de los Tercios Españoles (s. XVII) Augusto Ferrer Dalmau

Cuando hablamos de implantación no basta con conocer la estrategia a seguir, es esencial entenderla, porque la planificación diseñada se basa en unas premisas , una información y unas hipótesis que en plena ejecución se pueden mostrar erróneas o cambiantes por los efectos de “la niebla de guerra” y “la fricción de guerra” y quién está en el combate (el mando intermedio) en ocasiones no puede demorarse y debe ser capaz de tomar decisiones que permitan alcanzar los objetivos estratégicos  en ese escenario cambiante o imprevisto.

En la actualidad, la tecnología nos permite monitorizar (sensorización -IoT- , conectividad, Big Data) un proceso o un proyecto en tiempo real. También nos permite modelizar (IA) escenarios para establecer mecanismos rápidos de toma de decisión y nos obliga a adoptar medidas de seguridad (ciberseguridad) para protegernos y sistemas que velen por la inmutabilidad y confianza en la información registrada (Tecnologías de Registro Distribuido, Blockchain).

Sin embargo, por muchas herramientas de las que se disponga, la experiencia previa (“oficial veterano”) en implantación es una condición casi imprescindible para que se llegue a buen puerto. No olvidemos que estamos hablando de organizaciones, de personas con sus inseguridades, sus expectativas y su resistencia al cambio.    

Es cierto que hay tecnología, metodologías y habilidades que se pueden adquirir o mejorar para aprender a ejecutar pero, en realidad, a ejecutar se aprende ejecutando para ser capaces de manejarnos entre la niebla y la fricción de guerra.

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Antoine Parmentier, la patata, los «influencer» y el Cliente Digital

Antoine Parmentier (1737-1813), ingeniero agrónomo, naturalista e higienista francés, es un ejemplo del periodo de la Ilustración, autor de numerosas obras sobre agricultura (“Économie rurale et domestique”), nutrición y salud pública (“Observations sur les moyens de maintenir et de rétablir la salubrité de l’air dans la demeure des animaux domestiques”) orientadas a la mejora de las condiciones sanitarias de la población en general.

Retrato de Antoine Parmentier, François Dumont, Castillo de Versalles

Su biografía está llena de peripecias de todo tipo, en consonancia con los turbulentos momentos que lo tocó vivir: fue capaz de sobrevivir al Terror Revolucionario, no como el insigne Antoine-Laurent de Lavoisier que acabó en la guillotina víctima de la sinrazón del periodo («La república no precisa ni científicos ni químicos, no se puede detener la acción de la justicia») y también su labor fue reconocida en el periodo napoleónico (fomentó el uso de la vacunación antivariólica en el ejército).

En cualquier caso, Parmentier ha pasado a la historia como la persona que introdujo la patata en la dieta de los franceses, tarea nada fácil ya que se consideraba que era un tubérculo no muy saludable propio de animales o indigentes. En este sentido, parece ser que el francés descubrió las posibilidades del alimento mientras estuvo recluido en Westfalia tras haber sido capturado por los prusianos en el marco de la Guerra de los Siete Años.

A su vuelta, se dedicó a estudiar y divulgar los beneficios de la patata con libros como “Examen chimique des pommes de terre, dans lequel on traite des parties constituantes du blé”, reconocido con un importante premio de la academia de Besançon y con nulo éxito entre sus conciudadanos, que seguían despreciando la planta. En consecuencia, Parmentier decidió cambiar de estrategia: ya que no les convenció por la razón, apostó por otro mecanismo de introducción del producto. Así, consiguió que el mercado se fuera abriendo cuando el mismísimo rey Luis XVI empezó a lucir una flor de patata en la solapa y se plantaron patatas en distintos terrenos dispuestos a lo largo de toda Francia, estableciendo vigilancia durante el día con soldados que desaparecían al anochecer, para que los granjeros del lugar fácilmente “se hicieran con” las semillas de ese bien tan preciado que estaba custodiado militarmente y formaba parte de la dieta del rey. En cierto modo, no deja de ser una aplicación práctica del lema de “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”, propio del Despotismo Ilustrado del s. XVIII.

Volviendo a nuestro siglo, el hiperdesarrollo de las redes sociales que hemos vivido en la última década han generado nuevos modelos de negocio, cambiado y mejorado los existentes y dado lugar a nuevas profesiones y fenómenos sociales. Uno de ellos es el de los “influencer” (los prescriptores que diría Cervantes) cuya actividad consista en la promoción de productos/servicios de empresas, aprovechando los atributos asociados (exclusividad, moda o ciertos valores…) a la imagen del prescriptor, que se explota a partir de los diferentes soportes que las redes sociales (por ejemplo Instagram) proporcionan para llegar al cliente objetivo.

Es decir, el éxito de los «influencer» como herramienta de posicionamiento va a depender, como siempre, del cliente, en su mayoría digital, que conforma el mercado actual. En este punto, no se debe olvidar que los clientes no son un “ente abstracto”, si no que se trata de personas “con cara y ojos”,  que han ido evolucionando su perfil de acuerdo con el entorno vertiginoso e hiperconectado en el que nos movemos.

A su vez, la tecnología y la omnicanalidad para acercar el producto o servicio al cliente final también están favoreciendo la dilución de las fronteras de los roles tradicionales cliente/empresa, apareciendo perfiles como:

      • El “prosumer, que es el consumidor capaz de generar contenido, opiniones y comentarios sobre productos o servicios, y que además son compartidos por una comunidad con gustos en común (cliente con capacidad de influencia: Twitter).
      • El “fansumer, que se identifica con la marca (proyección de valores u orgullo de pertenencia a una comunidad) más allá de la adquisición del bien o servicio.
      • El “presumer es un consumidor que llega a formar parte del proceso de creación de nuevos productos. Es capaz de decidir qué productos y servicios quiere encontrar en el mercado incluso invirtiendo en su creación de manera económica, permitiendo así su fabricación.
      • El “persumer”, por su parte, no busca marcas si no soluciones. Quiere hechos y compromisos, no relatos.

Como fácilmente se puede identificar, es la categoría de cliente la que condiciona decisivamente la mejor manera de llegar a él (“en el medio está el mensaje”) y no es lo mismo abordar un nicho de “persumer” que atacar un segmento repleto de “prosumer” o “fansumer”, donde técnicas similares a las de Parmentier podrían tener un mejor encaje.

En definitiva y aunque parecen muy novedosos, algunos “influencer” en el fondo hacen lo mismo que Antoine Parmentier para vender patatas. ¿A qué ya no resultan tan modernos? Lo siento.

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Descartes y la Inteligencia Artificial. Nada será igual. ¿Seguro? (V)

Todo el mundo conoce a René Descartes (1596-1650) por su frase “cogito ergo sum” (pienso, luego existo). Este filósofo racionalista escribió el “Discurso del Método”, toda una joya en la que, explicando su propia vida, desarrolló su línea de pensamiento alrededor de la búsqueda de una base incuestionable sobre la que construir su sistema filosófico.

Una de las partes versa sobre los sentidos y la percepción: “Dado que los sentidos a veces nos engañan, decidí suponer que ninguna cosa era tal como nos la representaban los sentidos”. Por lo tanto, cabe dudar (duda metódica) que las cosas sean como las percibimos por los sentidos. Pero ello, por otra parte, no nos permite dudar que existan las cosas que percibimos.

René Descartes por Frans Hals en 1649

Es decir, no se trata de la ambiciosa búsqueda de la Verdad en términos absolutos sobre la que los antiguos griegos tanto discutieron (Pitágoras, Platón, etc…), sino de validar los sentidos como fuente fiable para construir la percepción de lo que nos rodea.

Este planteamiento (s. XVII) nos ayuda a pensar en las limitaciones reales de nuestros sentidos y la posibilidad de que sean “engañados” por razones endógenas (enfermedad, falta de concentración, pérdidas de capacidades cognitivas…) o exógenas, esto es, que algo externo provoque que nuestros sentidos construyan una percepción errónea.

Este principio es la clave de la manipulación más eficiente, como ya intuía Descartes, y va más allá de una “mentira” dicha por alguien, se trata de que la persona a confundir “vea” una realidad manipulada para que tenga una visión distinta del entorno no modificado. Es la esencia, por ejemplo, del ilusionismo (los trucos de magia) basado en la aplicación de las leyes de la óptica para que nuestra vista “observe” fenómenos contrarios a la Física.

El desarrollo tecnológico y la evolución exponencial de la capacidad de computación ha generado hologramas cada vez más “reales” y soluciones como la realidad virtual, aumentada o extendida. La idea de estas aplicaciones es generar entornos virtuales que nos permitan procesar por medio de nuestros sentidos (vista, oído), a partir de un dispositivo (gafas o smartphone con una app específica), una realidad “no física” que pueda resultar útil en procesos de formación, medicina, mantenimiento de infraestructuras, etc…

Por ejemplo, la formación de un operario para una cadena de montaje, en lugar de requerir un espacio físico de prueba, se podría completar en un espacio virtual que le permitiera aprender a ensamblar un motor con piezas virtuales “iguales” a las físicas, en un proceso de aprendizaje más barato y con la ventaja de poder repetir hasta el infinito la operación antes de pasar a producción.

A su vez, se están produciendo impresionantes avances en medicina para facilitar la preparación de cirugías complejas y mejorar las colaboraciones en remoto con expertos que no puedan estar “in situ” en el momento de la intervención. Del mismo modo, existen grandes posibilidades en mantenimiento de instalaciones u ocio y entretenimiento (video de dragón).

En cualquier caso, las grandes aplicaciones del concepto de realidad aumentada proceden de su combinación con algoritmos de Inteligencia Artificial que facilitan la interacción en ese mundo virtual y que son imprescindibles para conseguir aumentos de productividad o transmisión de conocimientos. De hecho, dentro de los revolucionarios habilitadores tecnológicos disponibles, la inteligencia artificial es uno de los que, a partir de multitud de aplicaciones, más cambios va a introducir a corto plazo en todos los sectores, algunos de los cuales iremos viendo en sucesivas entradas del blog.

En este sentido, la inteligencia artificial ha permitido, a través de ciertos algoritmos, el desarrollo de software específico que genera videos con personas “reales para nuestros sentidos» pero que sin embargo son virtuales, como se puede comprobar en este video.

Estas aplicaciones que en el sector del ocio (videojuegos, cine) nos entretienen mediante la recreación de mundos o escenarios con los que divertirnos, pueden ser extremadamente peligrosos como herramientas de desinformación o manipulación de la opinión pública.

No estoy hablando de una película: estoy hablando de un riesgo existente. ¿Qué podemos hacer contra ello? El plantear una moratoria tecnológica como en su momento se hizo con la tecnología nuclear no es realista (no se puede poner puertas al campo) ni justo: la inteligencia artificial está detrás de grandes avances para la humanidad en medicina, infraestructuras, formación, etc..

El reto ético de la Inteligencia Artificial (a discutir en detalle en otro post) es uno de los grandes debates globales a abordar para tratar de garantizar un “correcto” uso de la misma o, al menos, identificar los usos perversos de estas aplicaciones. Es decir, para evitar el riesgo de esa manipulación se podrían certificar sellos de uso correcto o desarrollar software de IA que identifique si, por ejemplo, un video se ha generado por IA. Otra opción sería implantar sistemas de doble verificación sobre contenidos para contrastar que, efectivamente, la imagen y sonido se ajustan a un origen “humano” y no a una simulación de alta calidad.

En definitiva, la propia tecnología nos puede ayudar a gestionar ese riesgo pero hay otra medida que es imprescindible abordar desde las autoridades educativas: fomentar en los ciudadanos el espíritu crítico cartesiano (de Descartes) de duda metódica y escéptica partiendo de la certeza de que nuestros sentidos no son infalibles.

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Aristipo y el «Customer Centricity». Nada será igual. ¿Seguro? (IV)

Las principales cuestiones que nos podemos plantear como individuos (por ejemplo, la ética) o colectivo (por ejemplo, la política) ya se plantearon en la filosofía griega. En ese apasionante periodo resulta sorprendente observar cómo se abordaron los grandes debates y se progresó en el campo científico (matemáticas) con los escasos medios existentes, en comparación con los recursos disponibles en la actualidad.

Todo el mundo ha oído hablar de Sócrates, Platón, Aristóteles o Pitágoras, Aristipo, sin embargo, no es de los filósofos más conocidos aunque se le reconozca como fundador de la escuela hedonista cirenaica. En el propio titular se adivina su planteamiento: la felicidad a través de la satisfacción de los sentidos, pero siempre dentro de un orden, de un equilibrio para no caer en la esclavitud (en la adicción) de esos placeres. Es decir, según Aristipo, ser libre y tener amplios conocimientos son condiciones imprescindibles si realmente se quiere ser feliz a través del disfrute de los sentidos.

Aristipo fue alumno de Sócrates y aunque su línea de pensamiento le llevó lejos de los principios socráticos, sí que valoró y aprendió la mayéutica socrática (aprender a través del diálogo) como método para divulgar sus postulados y, sobre todo, para vivir de ello.

La Muerte de Sócrates, Jacques-Louis David, 1787

Podríamos decir que Aristipo fue un bon vivant, que disfrutaba de los placeres de la vida que financiaba, precisamente, a partir de los ingresos de enseñar sus postulados filosóficos. De hecho, cuenta la leyenda que un día se presentó ante Sócrates y le ofreció 20 minas (antigua moneda griega), toda una fortuna, que el maestro no aceptó por coherencia con sus enseñanzas. No obstante, el sabio preguntó con curiosidad al alumno: «¿De dónde sacas tanto dinero?”, a lo que Aristipo respondió: “de dónde tú sacas tan poco, maestro”.

El dinero lo obtenía de posicionar mejor su producto que el de Sócrates, es decir, de dar al cliente lo que quería, incluido el atributo de exclusividad asociado a un precio alto. ¿Quién tuvo más éxito en la vida? Aristipo vivió sin privaciones y rodeado de placeres, muriendo plácidamente en su casa. Sócrates terminó bebiendo cicuta después de que se le condenara por impío pero ha pasado a la Historia como ejemplo: que cada uno aplique su criterio para saber quién tuvo más éxito.

En los procesos de Transformación Digital que están abordando las organizaciones para adaptarse a los tiempos del covid 19 y la post-pandemia, uno de los conceptos más repetidos es el de «Customer Centricity«, es decir, poner en el centro del diseño organizativo al cliente/usuario.

Sin duda alguna, las diferentes tecnologías y la capacidad de computación asociadas al fenómeno de la Industria 4.0 permite, más que nunca, conocer los intereses de los usuarios y así adecuar nuestro producto/servicio a los factores clave de éxito que exigen. Aún más: hoy en día se puede interactuar en tiempo real a través de diversos canales con nuestros clientes potenciales para vender o resolver una potencial incidencia y así garantizar el mejor servicio post-venta y la mejor atención al cliente.

La posibilidad de esta conexión directa nos permite, entre otras cosas: 

  1. conseguir auténticos prescriptores (la mejor fuerza de ventas, sin duda) si nuestros clientes están satisfechos con el servicio prestado y la gestión de la incidencia concreta,
  2. personalizar los servicios y
  3. tratar y priorizar a los clientes en función de su compromiso con nuestra compañía. Es decir, no es que los clientes siempre tienen razón, es que los mejores clientes siempre tienen razón.

Además, en clave interna, las herramientas tecnológicas disponibles permiten reenfocar los procesos centrándolos en aquellos aspectos que sean los más relevantes para optimizar la experiencia de cliente.

Sin embargo, detrás de todo lo anterior existe un riesgo, una trampa que no podemos desdeñar: los clientes y usuarios aprenden rápido y se generan expectativas alrededor de estas posibilidades, por lo que se vuelven (nos volvemos) cada vez más exigentes con lo que piden a las empresas o a la Administración, por lo que el desarrollo de los principios anteriores (omnicanalidad, personalización, flexibilidad, transformación…) no es optativo en términos estratégicos: si no lo hacemos nosotros, aparecerán competidores que lo hagan siguiendo la propia presión y tendencia del mercado.

En cualquier caso, parece que este planteamiento es revolucionario a nivel organizativo, pero no nos equivoquemos, lo que es revolucionario son los medios disponibles, no el propio concepto de poner al cliente en el centro de la organización. Desde siempre (ésto ya lo sabía Aristipo) los modelos de negocio exitosos son los que en su diseño, operación y gestión están orientados al cliente y cómo éste evoluciona. Esta idea, sencilla en su planteamiento, pero extraordinariamente compleja en su ejecución, es la clave para conseguir que la ventaja competitiva alcanzada en un determinado momento sea sostenible en el tiempo.

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