El 5 de Septiembre de 1905 se firmaba el tratado de Portsmouth, acabando con la guerra ruso-japonesa que había empezado el 8 de febrero de 1904 con el ataque del Imperio del Sol Naciente a Port Arthur (sin previa declaración de guerra) y que, tras la indiscutible victoria nipona sobre el Imperio Ruso del zar Nicolás II, concluía con la anexión de la península de Corea a la emergente potencia asiática, entre otros territorios. La noticia, aunque esperada por el devenir de la contienda, causó estupor en las cancillerías de las potencias europeas occidentales, inmersas en el desarrollo de sus imperios coloniales a lo largo de África y Asia y que no acababan de entender cómo una nación no-europea era capaz de vencer a Rusia, una de las potencias de referencia a lo largo del siglo XIX.
Sin duda alguna, el origen de este aldabonazo geopolítico estaba en la revolución, restauración o era Meiji, impulsada por el ascenso al trono del emperador Mutsuhito en febrero de 1867, que supuso la metamorfosis radical y a marchas forzadas del Japón, pasando de las estructuras feudales del Shogunato Tokugawa, que había durado 256 años, a un estado moderno e industrializado que mantenía la esencia de su cultura ancestral.
Esta revolución de arriba a abajo (que diría don Antonio Maura) se construyó a partir del análisis sistematizado del funcionamiento de los países occidentales, que se concretó en el intercambio y la presencia de delegaciones de técnicos y funcionarios de alto nivel japoneses en el Segundo Imperio Alemán, Francia, Holanda, Reino Unido, Estados Unidos… El objetivo de esta búsqueda de conocimiento consistía en la definición de “buenas prácticas” para que su patria se subiera al tren de la historia. De hecho, partiendo de los estudios llevados a cabo, se articuló la reforma del ejército (academia de Nagasaki similar a la holandesa) y la marina (inspirada en la Royal Navy), la reforma administrativa con la adopción de las prefecturas o jefaturas análogas a los departamentos de los estado-nación europeos, la reforma económica (industrialización acelerada del modelo productivo), la reforma educativa, la reforma social (desarrollo de la burguesía) e, incluso, una reforma religiosa de carácter sincrético. Toda una revolución que las distintas fuentes historiográficas cifran en 40 años.
Una de las herramientas más frecuentes en el análisis estratégico competitivo es el benchmarking o “estudio de experiencias comparables” para la detección de aspectos, prácticas, conocimientos, estructuras, etc… presentes en otras organizaciones y cuya incorporación a la propia podría reforzar o generar una ventaja competitiva.
Esta técnica se aplica con diferentes alcances: benchmarking competitivo (análisis de la competencia directa), funcional (estudio de organizaciones exitosas aunque no sean competidoras) o interno (comparación entre nuestros departamentos o unidades de negocio) en función del objetivo de la búsqueda para mejorar nuestro desempeño. De hecho, estos análisis resultan útiles tanto en el sector privado como para mejorar la gestión pública o la gestión de entidades del Tercer Sector.
A nivel práctico, lo habitual es fijarse en aquellos competidores líderes en nuestro sector de actividad pero, en ocasiones, “el gran salto” se consigue a partir de la identificación de prácticas relevantes en sectores ajenos, que puedan incorporarse a nuestra operativa como pioneros en nuestro ámbito de actuación.
Por otra parte, la implantación de esas mejores prácticas debe partir de un conocimiento profundo de la propia organización. No todo vale en todos los sitios: hay que hacer una evaluación crítica, no se trata de copiar. De hecho, más que un imperativo ético, es un imperativo práctico puesto que no hay dos organizaciones que sean iguales: los trabajadores, la forma de trabajar, la cultura, los directivos, etc… son diferentes, por lo que una práctica de éxito en una empresa no tiene por qué serlo en otra.
De todas maneras, lo importante de cualquier estudio de experiencias comparables (como la totalidad de las herramientas de análisis estratégico competitivo) es que resulte útil para tomar decisiones que se trasladen a la realidad. El mundo está lleno de organizaciones con planes estratégicos estupendos, con mucha excel y mucho power point, pero absolutamente inútiles porque no se han implantado. Lo que no se lleva a la práctica (de la potencia al acto, que diría Aristóteles) no existe y además es contraproducente, por el descreimiento generado en la organización.
Es más, la implantación de buenas prácticas detectadas no es fácil y suele conllevar (si el cambio es muy significativo) un gran esfuerzo organizativo en recursos y, sobre todo, en tiempo y disgustos. Pese a ello, es un camino que es necesario transitar para evitar que la brecha que nos separa de los objetivos aumente.
Por ejemplo, que nadie piense que los cambios impulsados en la Revolución Meiji fueron pacíficos o fáciles de implantar en Japón. Durante el periodo hubo magnicidios, revueltas, tensiones sociales, desaparecieron clases sociales y surgieron otras nuevas… Siempre que implantemos un cambio relevante debemos anticipar, en la medida de lo posible, las resistencias para gestionarlas adecuadamente y, en este sentido, no debemos olvidar que la intensidad de esa resistencia al cambio será mayor, cuánto mayor sea:
- el cambio a llevar a cabo,
- el tamaño de la organización a evolucionar,
- el peso de la Historia (cultura) de la organización y
- los reajustes de poder internos que suponga el nuevo esquema de funcionamiento.
En definitiva, no olvidemos que la identificación de «buenas prácticas» puede ser una gran ayuda en términos de ventaja competitiva, pero una mala interpretación o implantación de las mismas es uno de las rutas más habituales al caos.